Estoy observando un momento interesante en el tenis mundial, en especial los últimos dos años. Entre los varones, existe un malón que viene de atrás con todo para tratar de aprovechar a los que comienzan a trastabillar en el grupo de los grandes. Los de abajo, los que juegan mejor, están todos prendidos y se enfocan más contra los top. Está atentos a un mal día o una mala racha. Pienso que veremos a varios nuevos que se sumarán este año. Es atractivo observar que tal o cual puede quedar a la deriva al toparse con actuaciones heroicas que generan los que llegan. No están acostumbrados a ese frente de oposición y deben hacer cambios fuertes: no hay tiempo que perder y hasta puede generar problemas con sus coaches en el proceso, por las mayores exigencias. Para algunos supone mala suerte y hasta varían su forma de enojarse cuando les va mal.

Eso causa que el público, cada día más exigente porque se transformó en especialista de este deporte, vea cosas raras. Le pide cada vez un poco más a sus tenistas preferidos y lo mismo pasa con la prensa, los dirigentes, las empresas que los auspician. El tenista es uno solo y debe adaptarse. Nuestro deporte es individual y no podemos cambiarnos por otro si estamos mal. Incluso así, veo que varios jugadores están nerviosos por semejante exposición pero desarrollaron nuevos sistemas para salir solos de los problemas. Miran menos al coach, se concentran más en sus raquetas y no son tan dependientes de lo externo.

 

Entre las mujeres –vi bastante tenis femenino el año pasado– se nota que mejoraron en cantidad y calidad. Se tranquilizaron porque los resultados son más parejos y eso las llevo a animarse. Están más claras para competir, más firmes, pues ven que se reparten títulos más allá de los Grand Slam en los que domina Serena Williams. El hecho de que ella no alcanzara a ganar los cuatro grandes torneos en el año permitió que las siguientes en el ranking tomaran más poder.

Será importante seguir de cerca la temporada porque cambiarán las direcciones. Veremos de qué manera. En realidad, no es diferente a lo que sucedió históricamente: si bien teníamos como un «colchón» de resultados y nos preocupaba tanto el escalón siguiente, siempre había que estar alerta porque ninguno era «malo».

Las buenas épocas son de tres tenistas y, las menos buenas, de dos. Si tenemos el 1 y el 2 que le ganan a todos, no sugiere una generación descollante. Deben existir tres para conformar un duelo único y no importa si un cuarto está lejos. De a tres, la energía es enorme. Si tengo que hablar de lo que viví, aparecimos Borg, Connors y yo, que sacamos a los anteriores. McEnroe llegó un poco después para acoplarse más a Lendl, con presencia itinerante de Wilander, Becker y Edberg. Luego Sampras-Agassi, pero Sampras dominó seis años seguidos el tenis mundial. Siguieron Hewitt y Roddick hasta la aparición de Federer, quien estuvo prácticamente solo cuatro o cinco temporadas hasta que irrumpió Nadal y generaron otra gran rivalidad. Djokovic se instaló para pelear con Nadal más que con Federer, por una cuestión generacional. Pero hay que reconocer que el suizo, por su calidad, retomó después de un bajón y los acompañó un buen trecho en altísimo nivel. Esto se confirma por la cantidad de enfrentamientos entre todos ellos, que es altísima, y formaron un trío de locos en las finales de Grand Slam casi diez años seguidos.

Los lapsos de tres supertenistas juntos siempre es bueno que sucedan, porque mantienen la atracción de este deporte. Borg y yo metimos enormes efectos y Connors el contragolpe. Entre los tres ganamos el 75% de los torneos desde mediados de los setenta y veníamos de tres países diferentes. Previo al profesionalismo, el dominio funcionaba más individual: Hoad, Cooper, Fraser, Laver, Emerson, Newcombe… ¡Todos australianos!

Cada nueva tanda de campeones le va encontrando la vuelta a la que emerge, la que pretende correrlos de ahí arriba. Borg y yo le dimos duro a los efectos para ganarle a los jugadores posicionales, los que te atacaban a la menor oportunidad. Conseguimos pasarlos limpios cuando se iban a la red. Con los años prosperaron los que pegaban con más potencia y velocidad, como Clerc, Becker, Lendl; también Edberg aunque con otro estilo, más de ataque que de fuerza… La mayoría comenzó a dominar con grandes saques y mucho poder físico y dejaron atrás, por ejemplo, a los suecos tradicionales que jugaban desde el fondo de cancha. Por el contrario, al regresar los restadores, perdió eficiencia el servicio. Ayudaron los elementos, lógicamente, porque la evolución es vital. No me imagino el desastre que haría Roscoe Tanner con su saque y las raquetas modernas…

Tener de rivales a jugadores como Connors y Borg me llevó a ser mejor tenista, no tengo ninguna duda. Más que nada, porque debía estar siempre atento a su evolución, ver qué cambiaban técnicamente en el próximo partido y buscarle la vuelta en los entrenamientos para volver a enfrentarlos. Los miraba contra otros adversarios para aprender lo máximo posible de ellos, tal cual hice toda mi vida. No para copiarlos porque sí, sino para ver cómo reaccionaban ante determinada circunstancia y recordarlo para la próxima. Se convirtió en un aprendizaje constante, porque los tres sumábamos variantes cada tanto. Al principio yo los veía como dos leones en una gran selva y, como es lógico, tenía miedo a caer en sus garras: si yo pretendía entrar a esa selva debía tener, como mínimo, un nivel similar para no ser una víctima fácil. Me esforcé para estar a la altura y, gracias a la competencia que se generó, evolucioné. Entendimos que, en cierta forma, nos necesitábamos: debíamos descifrar el juego del otro y encontrar la forma de romperlo.

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